El caso es que llevan pidiéndome que colabore con ellos desde hace ya cosa de un año. Su perseverancia a prueba de wipe-outs –insistir, insistir y luego, además, insistir- ha logrado sobreponerse a mi agenda, y aquí estamos: va por ellos.
En mis intentos de justificar la demora con que acometo estas líneas les contraataqué un día: “decidme de qué y yo escribo”, y alguien dijo: “Cuenta la historia de la espumadera”. ¡Ja!
(Supongo que la historia de la espumadera le interesa porque tiene que ver con la perseverancia, y no porque yo en persona estuve haciendo el ridículo en Jeffreys Bay, la meca del surf Sudafricano. Es esta:)
En mayo de 2003, Fernando Muñoz, por entonces fotógrafo oficial y hoy director de Surfer Rule, me llamó para invitarme a un viaje a Jeffreys Bay con, entre otros, Michel Velasco, Víctor Iván Pombo, Pablo Izquierdo y Lucas García (entiéndase lo de “invitarme” como un “oye, si te apetece vienes”, y no como un “oye, que te pagamos el avión, la estancia y las dietas”; las revistas de surf españolas todavía no han alcanzado ese nivel).
Todo el mundo ha oído hablar de Jeffreys. Y el que no, debería (deberían enseñarlo en las escuelas de surf). Es una derecha larguísima que rompe sobre un arrecife de rocas, muy cerca de donde el Océano ha cambiado el apellido de Atlántico por el de Índico.
Como en todos los pointbreaks de roca, conocer cómo y por donde entrar al agua es fundamental. Yo, ese día, demostré que no había hecho mis deberes, que no me había enterado de nada, en la primera cuchara del primer baño del primer día de surfari. Entré por donde no era y me machaqué los nudillos de la mano izquierda contra el arrecife, nada más entrar. (Eso es otra cosa que conviene aprender: en sitios de roca, no metas los dedos debajo de la tabla al cucharear).
En aquel rincón perdido del continente africano famoso por los ataques de tiburón blanco, mis nudillos sangraban abundantemente. Enseguida me di cuenta de que me había hecho bastante daño e hice lo más lógico en estos casos: seguir surfeando, porque había unas olas cojonudas y sabía que al día siguiente iba a tener la mano hinchada como una morcilla.
Mi mano no amaneció como una morcilla, sino como un manojo de ellas. Los boquetes que me adornaban los dedos anular, corazón e índice no presagiaban nada bueno: reventados como cráteres y muy doloridos.
Aguanté sin surfear un par de días, pero entró una marejada fenomenal, olas perfectas, viento en contra, una máquina de bombear. Y tenía que meterme al agua. Así lo hice, pero las heridas se me abrieron, no tenía fuerza para mantener los dedos juntos al remar y me dolía del demonio. Después de un baño desesperante en el que lo mejor fue ver a Michel Velasco hacerse un tubazo de los de cinco estrellas, supe que tenía que hacer algo para reforzar la mano e inmovilizarla. Tuve una iluminación, entré en un supermercado y me compré una espumadera de plástico. Le quité el mango con una sierra y la calenté al fuego para darle una curva adaptada a la de la mano. Con cinta americana me amarré los dedos a la espumadera por encima de los vendajes y apósitos que tenía para proteger las heridas, y así quedé entablillado. Como la marejada seguía bombeando, al día siguiente me metí con la espumadera y todo. Era raro hacer cucharas sin poder agarrar el canto, pero no se remaba mal con la mano rígida y firme, me daba algo de confianza, aunque el momento de hacer el take off y ponerme de pie era un poco crítico. Eso sí, en las aguas frías de la bahía de Jeffreis, las contusiones dolían de lo lindo. Juan Luis Zubizarreta, el padre de Gony, que es dentista, me explicó que los tejidos internos, tendones etcétera estaban machacados e inflamados y por eso dolían y no podía mover la mano, y así no se me iban a curar. Así que me quedé de nuevo en seco, pensando en no surfear más, confiando en que se me curasen los dedos antes de que terminase el surfari. Pero Tony “Doc” Van den Heuvel, el mítico pionero de Jeffreys que vivió durante treinta años acampado en las dunas frente a la ola, me lo quitó de la cabeza: “No te vas a morir”, me decía. “Y las olas no van a durar para siempre”. Tony era una fuerza inspiradora muy grande, una auténtica leyenda viva (por poco tiempo, esto sucedió en mayo y Doc moriría de un infarto unos meses más tarde) y me hubiera dado mucha vergüenza no hacerle caso. Así que seguí metiéndome, adaptando el ritmo de los baños a la evolución de mis heridas, sin forzar, pero sin dejar de hacer aquello que me había llevado a miles de kilómetros de distancia. Mereció la pena, pero también volví con una espina clavada que espero quitarme algún día, antes de alcanzar la honorable edad de Van del Heuvel: regresar a Jeffreys Bay y volver a empezar, esta vez entrando al primer baño del primer día por el lugar correcto y sin hacerme daño.
¡Espero no coincidir con el tiburón blanco! |